DR. WOLF LUIS MOCHAN
BACKAL
CENTRO DE CIENCIAS
FISICAS
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA DE
MEXICO
Presente
Me
estoy permitiendo hacerle llegar el artículo escrito por nuestro consejero, Dr.
Ricardo Tapia, titulado “La incompatibilidad de la ciencia y la religión”, publicado el día de hoy, en la sección Opinión del periódico La Crónica
de Hoy.
Aprovecho la ocasión para enviarle un cordial saludo.
Atentamente,
Luz Elena Cabrera Cuarón
Secretaria Ejecutiva Adjunta
Consejo Consultivo de
Ciencias de la
Presidencia de la
República (CCC)
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Por: Ricardo Tapia | Opinión
Miércoles
17 de Septiembre de 2008 | Hora de publicación: 04:46
La
incompatibilidad de la ciencia y la religión
La semana pasada me
referí a la relación entre la ciencia y la religión, centrando la discusión
sobre el aborto y la intolerancia mostrada por la Iglesia católica con respecto
a quienes difieren de su posición. Continúo ahora la discusión sobre el tema,
que ya ha sido tratado hace algunas semanas en estas mismas páginas por Rubén
Lisker, Marcelino Cereijido y Pablo Latapí.
Discrepando de los artículos del doctor Cereijido, el doctor Latapí afirmó que
“la razón científica honesta y rigurosa hace mucho tiempo que abandonó su
antigua seguridad; hoy no es arrogante ni autosuficiente, sino humilde, va
unida al asombro y, por ello, está cada vez más cercana al pensamiento
religioso”.
Ciertamente, la ciencia es humilde, pero eso no la acerca a la religión. Es
humilde porque su progreso se basa en la aceptación de que la tarea nunca
termina, porque está consciente de que la única manera de conocer no sólo cada
vez más, sino cada vez mejor, es admitiendo que la realidad de la naturaleza
cuyos mecanismos desea develar tiene muchos niveles y diferentes ángulos, y
porque reconoce que lo que parece ser verdad según cierto tipo de experimentos
y enfoques puede ser modificado por otros experimentos que profundizan o
corrigen el conocimiento previo.
Por eso, a diferencia de lo que a veces se piensa, la ciencia no busca el
poder, sino el saber, y por eso a los científicos no les cuesta trabajo
reconocer que alguna de sus hipótesis estaba equivocada y que es necesario
postular otra que explique mejor y más integralmente los resultados de la
investigación, independientemente de quién los generó.
Así, la ética de la investigación científica exige de manera absoluta una
crítica y una autocrítica honestas y a veces demoledoras, pero siempre con base
en el análisis objetivo de los métodos utilizados en la investigación, de la
validez de los resultados obtenidos y de su interpretación. ¿Quién tiene la
razón en las disputas científicas? No el científico por sí mismo ni por ser una
autoridad en el campo, sino aquél que demuestra que el resultado de sus
observaciones y experimentos se acerca a la realidad objetiva más que los
resultados o las teorías del científico que difiere del primero.
Por el contrario, y esto constituye una de las más profundas diferencias entre
la ciencia y la religión y precisamente lo que más las separa, la religión parte
de verdades absolutas y las sostiene, muchas veces en contra de lo que la
ciencia demuestra. Si hay algo fundamentalmente distinto entre la ciencia y la
religión es que la primera se basa en el estudio objetivo de la realidad,
mediante procedimientos y análisis siempre perfectibles, cuyos resultados
continuamente se evalúan, se reinterpretan y se corrigen, mientras que la
religión se basa en la fe, en que la palabra de una autoridad que representa a
Dios es una verdad que es obligatorio creer.
De aquí el precepto de la infalibilidad del Papa, en el caso de la religión
católica. Si no fuera así, ¿cómo explicar la frecuente oposición o negación de
la religión católica a reconocer tantas realidades objetivas demostradas por la
ciencia?
No voy a repetir los multicitados casos de Galileo o de Giordano Bruno, ni la
bárbara intolerancia mostrada por la Santa Inquisición,
producto también de la prepotencia de saberse dueño de una verdad absoluta que
no admite análisis, discrepancias ni mucho menos críticas. Tampoco repetiré el
dogmático rechazo al aborto, mencionado en mi artículo anterior, basado en que
para la Iglesia esa estructura unicelular llamada cigoto es una persona.
En cambio, quiero retomar la creencia en el creacionismo o “diseño
inteligente”, que insiste en afirmar que la evolución de las especies se
debe a un designio divino, ignorando a Darwin y a todos los conocimientos
científicos ulteriores sobre las mutaciones y sus efectos en la expresión de
los genes contenidos en el ADN.
Esta idea del diseño inteligente, muy defendida en los círculos más
conservadores de Estados Unidos, se presenta como “científica”, al
grado de querer hacer obligatoria su enseñanza en las escuelas públicas de ese
país, pero no es sino un concepto religioso que parte de la base de que el
universo, y el hombre como parte del mismo, fue creado por Dios.
Esta creencia choca frontalmente, negándolo o ignorándolo, con el irrefutable
conocimiento de que la especie humana es sólo el producto de la evolución
biológica y de que esta evolución se ha dado por mutaciones genéticas azarosas
que a lo largo de millones de años resultaron en la selección y la
sobrevivencia de las especies, entre ellas la especie Homo sapiens.
Así lo expresa Jacques Monod, en su imprescindible libro El azar y la
necesidad: “Nosotros nos queremos necesarios, inevitables, ordenados
desde siempre. Todas las religiones, casi todas las filosofías, una parte de la
ciencia, atestiguan el incansable, heroico esfuerzo de la humanidad negando
desesperadamente su propia contingencia”.
Y es que el hombre se siente desolado y desamparado cuando, gracias al
conocimiento científico, queda expuesta su propia naturaleza biológica y su
existencia se ve desprovista del valor y dignidad universales que él mismo se
ha conferido al considerarse hechura de una divinidad. Esta es, creo, la última
y verdadera razón por la que la ciencia no sólo no ocupa el sitio que merece en
la cultura, sino que además se ve repetidamente cuestionada por objeciones
aparentemente morales o éticas.
Es más fácil y más tranquilizador –pero no más hermoso– aceptar que
alguien o algo superior y sobrenatural sabe más –sabe todo– y tiene
la autoridad para orientar nuestras acciones, en lugar de reconocer que no
somos más que un producto azaroso de la evolución biológica y que tenemos que
decidir nuestro camino y nuestro progreso con nuestras propias facultades
mentales. Monod lo ha expresado con claridad abrumadora:
“El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre.
Nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que,
igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra
condición? [...] Es fácil ver que las ‘explicaciones’ destinadas a
fundar la ley aplacando la angustia son en realidad ‘historias’ o,
más exactamente, ontogenias.
Los mitos primitivos se refieren casi todos a héroes más o menos divinos cuya
gesta explica los orígenes del grupo y funda su estructura social sobre
tradiciones intocables: no se rehace la historia. Las
grandes religiones tienen la misma configuración, basándose en la historia de
la vida de un profeta inspirado que, si no es él mismo el fundador de todas las
cosas, las representa, habla por él y cuenta la historia de los hombres, así
como su destino. De todas las grandes religiones, la judeocristiana es sin duda
la más ‘primitiva’ por su estructura historicista, directamente
ligada a la gesta de una tribu beduina, antes de ser enriquecida por un profeta
divino”.
Concluyo que la contribución más importante que la ciencia puede hacer, y hace,
a los asuntos relacionados con la religión es el ateísmo. Me apresuro a
aclarar, sin embargo, que esta conclusión no es un insulto ni una muestra de
intolerancia para las personas que tienen creencias religiosas, pues sostengo que
los creyentes en Dios y en cualquier religión son dignos de todo respeto por
parte de los no creyentes.
En lo que difiero es en que: 1) se usen argumentos disfrazados de científicos,
o se interpreten los conocimientos verdaderamente científicos, para sostener
dogmas de fe, lo cual me parece una falacia insostenible, producto de una
mezcla incompatible y engañosa de ciencia y religión, y, 2) quienes tienen fe y
creencias religiosas no respeten las ideas de los no creyentes, inclusive
acusándolos de ser inmorales, asesinos o criminales, mostrando con esta actitud
una intolerancia y un fanatismo que probablemente serían reprobados por el
mismo Dios en que creen.
*Investigador emérito, Instituto de Fisiología Celular, UNAM
*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República
(CCC)
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