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"La ciudad de los poetas", Shahen Hacyan (1992?)



(Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Saludos, Luis Benet)

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"La ciudad de los poetas"

Shahen Hacyan

                                                    ... A propósito de los estímulos

Había una vez una ciudad muy hermosa situada a orillas de un lago cerca de un bosque frondoso. El gobierno de la ciudad estaba a cargo de un alcalde que moraba en un gran castillo rodeado de un séquito de ayudantes encargados de administrar la vida de los ciudadanos. La principal característica de esa ciudad era su población: la habitaba un gran número de poetas que habían elegido ese lugar como residencia por su belleza y sobre todo por el apoyo que el alcalde del lugar les brindaba. En efecto, cada poeta recibía mensualmente una pequeña moneda de oro que le permitía vivir sin más preocupaciones que componer buenos poemas.

Por supuesto, había poetas buenos, malos y regulares. Incluso algunos vivales se hacían pasar por bardos para recibir regularmente las monedas de oro sin que nadie les conociera un solo verso. Pero muchos poetas se esforzaban en realizar sus labores tan bien como sus talentos naturales se los permitieran, y se daba el caso frecuente de vates cuya fama rebasaba los límites de la ciudad.

Pero un día la situación económica del reino empezó a deteriorarse: el clima cambio, las cosechas se perdieron y las minas se agotaron. La pobreza invadió la otrora próspera ciudad. El alcalde se vio en la necesidad de recortar los gastos públicos y los primeros en resentir la escasez fueron los poetas que tanta fama le daban a la ciudad.

Al principio la moneda de oro que recibían mensualmente se transformó en una moneda de plata; poco después la plata se volvió cobre y cada vez la moneda era más y más pequeña. Los poetas padecieron hambre. Unos emigraron a reinos vecinos, otros se dedicaron a labores muy alejadas de su arte para redondear sus ingresos; y entre los jóvenes, sólo aquellos con un gran espíritu de sacrificio se entregaron a la poesía.

Los poetas que aún quedaban fueron a lamentarse con el alcalde. Este les prometió que buscaría recursos adicionales para sostener a sus súbditos en desgracia. Finalmente, después de arduas discusiones con las autoridades más altas del reino, el alcalde anunció un buen día, por medio de sus trovadores, que pagaría algunas monedas adicionales a los poetas, pero a aquellos que demostraran fehacientemente su dedicación al arte de rimar.

Fue así como se impuso un estricto control sobre la actividad literaria para evitar que los embusteros cobraran las pocas monedas adicionales que el alcalde había prometido. Al principio se le asignó a cada poeta un lugar específico donde instalarse a esperar la inspiración: debajo de un árbol, a orillas de un lago o en la mesa de un café. Ahí debía firmar cada día laborable para dejar constancia por escrito de su presencia y del tiempo pasado en compañía de su musa.

Además se convino que cada poeta rindiera un informe anual de sus odas, ya que mientras más compusiera, más monedas recibiría. Hubo profundas discusiones en el castillo del alcalde sobre la manera más conveniente de evaluar la actividad artística de los bardos. ¿Debía de contar más un poema escrito en latín que uno en el dialecto local? ¿Valía más un alejandrino que un hexámetro? ¿Se aceptaría el verso libre o sólo las rimas rigurosas? ¿Equivalía una prosa de veinte estrofas a dos de diez?

Finalmente los administradores del castillo se pusieron de acuerdo sobre la manera más eficiente y objetiva de juzgar la creación poética. Elaboraron una tabla en la que se asignaba con rigor matemático una cantidad definida por cada yambo, espondeo o dáctilo: se ponderaba cada estrofa de acuerdo con su rima; dábase más valor a los poemas que trataran de grandes problemas nacionales, y menos a los soliloquios y cantos de amores frustrados; se reconocía un mérito mayor al soneto que al poema en prosa; y muchas más reglas para valorar con precisión la labor poética.

Con el fin de realizar la enorme labor de evaluación, el alcalde tuvo que contratar a un gran número de ayudantes. Éstos a su vez, se asesoraron de grandes vates que habían alcanzado ya el olimpo poético. El número de administradores de la ciudad aumentó rápidamente; incluso muchos poetas abandonaron su arte para dedicarse a la labor mejor remunerada de ayudar al alcalde en la justa evaluación de sus súbditos.

Ante tal situación, los trabajadores de la pluma adaptaron sus obras a las normas establecidas por sus benefactores. Por ejemplo, muy pronto se abandonó el género épico y se popularizó el haiku, poema japones de sólo diecisiete sílabas, los grandes poemas se dividieron en varios sonetos; y se favorecieron los temas señalados como prioritarios por el alcalde y sus ayudantes. Lo importante era producir el mayor número de poemas en el menor tiempo posible para merecer el estímulo de las monedas adicionales.

Los primeros años, los poetas dedicaron una parte importante de su labor literaria a preparar sus reportes de actividades. Pero pronto ese trabajo se volvió tan agobiante que los poetas incluyeron en sus reportes anuales la redacción de los informes del año anterior. El resultado fue que al cabo del tiempo, los nuevos informes ya sólo incluían la preparación de los informes anteriores.

Cuenta la leyenda que en las noches de Luna llena, algunos viejos poetas se reúnen en un claro del bosque para componer versos como en los tiempos antiguos. Pero escriben sus poemas en las hojas de los árboles y el viento las dispersa a la mañana siguiente.