DR. WOLF LUIS MOCHAN BACKAL
CENTRO DE CIENCIAS FISICAS
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA DE MEXICO
Presente
Me estoy permitiendo hacerle llegar la segunda entrega
del artículo escrito por nuestro consejero, Dr. Luis de la Peña, titulado
“Ciencia, tecnología y educación en su etapa de interdependencia”, publicado
el día de hoy en la sección Opinión del periódico La Crónica de Hoy.
Aprovecho la ocasión para hacerle llegar un cordial
saludo.
Atentamente,
Lic. Luz Elena Cabrera Cuarón
Secretaria Ejecutiva Adjunta
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correo@ccc.gob.mx
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Por: Luis de la Peña | Opinión
Miércoles
16 de Enero de 2008 | Hora de publicación: 02:25
Ciencia, tecnología y
educación en su etapa de interdependencia
En la primera parte de este artículo
vimos cómo se establecieron los vínculos modernos iniciales entre la
investigación científica y la universidad, por un lado y entre la investigación
industrial o tecnológica (en todo caso, aplicada) y la científica, por el otro,
procesos ambos surgidos en el curso del siglo XIX. Aquí haremos algunos comentarios
sobre las tareas que para un país como el nuestro significa el intenso
desarrollo industrial que tuvo lugar a lo largo del siglo XX.
La industria contemporánea de punta es de base científica y en ella los
elementos del trío investigación científica, investigación tecnológica y
producción están profundamente imbricados. Un par de ejemplos por demás claros
son la electrónica de estado sólido, que ha dado lugar al impresionante
desarrollo
de las telecomunicaciones, la internet, la computación, etc. y la química
contemporánea, con toda la pléyade de creaciones recientes, como farmacéuticos
(sulfas, penicilinas, la píldora que revolucionó buena parte del mundo, etc.),
textiles, plásticos y tantos otros materiales.
En resumen ciencia, tecnología, producción y educación van de la mano hoy en
día y se nutren e impulsan en íntima simbiosis en los países industrializados.
El característico descuido de la calidad y cobertura de la enseñanza en todos
sus niveles en nuestros países es a la vez causa, consecuencia y medida del
desinterés generalizado en la práctica de la ciencia en general y la
investigación tecnológica autónoma que nos es propio. Las profundas e
históricas relaciones de dependencia y subordinación económica de nuestros
países han generado dependencia científica y tecnológica, la que se ha
convertido en soporte adicional de la propia dependencia. Más aun, en amplios
sectores sociales se ha conformado una forma de dependencia ideológica,
producto de la costumbre de aceptar las condiciones de dependencia. Ejemplos
dramáticos de esta retroalimentación los vivimos cada día, cuando nuestros
gobiernos dan preferencia al contratista extranjero en vez de propiciar el
desarrollo del conocimiento y la tecnología propia, o bien, cuando se educa al
ingeniero con textos estadunidenses para importar tecnología llave en mano.
Nuestra industria —con frecuencia no tan nuestra— depende del
conocimiento extranjero, que por costumbre compramos ya hecho, acabado, y
frecuentemente obsoleto y caro. Pese a la abundancia y gravedad de nuestros
problemas, no se consigue establecer la demanda social que logre que la ciencia
y el nuevo conocimiento que de ella se deriva, se transformen en motor de un
desarrollo propio y recíproco, capaz de generar un proceso autosostenido. Por lo
contrario, seguimos cabalgando atrás de la modernidad, luchando por alcanzarla
y viendo como la brecha se ensancha cada día más. Qué tanto se amplía esta
brecha día a día lo podemos estimar recordando que la inversión anual
estadunidense en investigación y desarrollo es mayor que la suma anual de los
productos internos brutos de toda Latinoamérica: toda la riqueza que producimos
no alcanza para cubrir su inversión en investigación en el mismo período. Así,
mientras los países industrializados o en proceso de industrialización
invierten masivamente en educación, investigación y desarrollo, y ponen la
ciencia a trabajar para su beneficio, los nuestros lo hacen raquíticamente si
acaso y no se busca estimular la demanda social para su ciencia, la que opera arrinconada
en un nicho casi aislado. Es claro que nos mantendremos irremediablemente a la
zaga si insistimos en copiar y seguir la misma vía de desarrollo que estos
países han recorrido, en vez de definir claramente, con verdadera voluntad
política, qué tipo de desarrollo queremos y cómo intentamos alcanzarlo.
Posibilidades para avanzar existen y está en nuestras manos aprovecharlas.
Poseemos un aparato científico maduro y altamente calificado, aunque
proporcionalmente pequeño para los enormes requerimientos que se derivarían de
una actividad social verdaderamente contemporánea diseñada para atender
nuestras necesidades. Es un aparato esencialmente universitario (radicado en
instituciones educativas públicas) y centrado en gran medida en la
investigación científica llamada pura, dirigida a enriquecer el conocimiento
general de la naturaleza y la sociedad. Fuera de las universidades existe una
multitud de temas de investigación científica o tecnológica que nos son propios
y en los que convergen de manera natural el interés nacional y el científico.
Están a la espera de la voluntad política que permitiera afrontarlos inmensos
problemas de salud, de alimentación, de conocimiento y exploración de nuestro
territorio y nuestros recursos naturales, de polución y conservación del medio
ambiente, energéticos, y muchos más, todos ellos ingentes y urgentes, pero
tradicionalmente desatendidos. Es un hecho que no conocemos sino una fracción
menor de nuestra fauna y de nuestra flora, de nuestra geología, que no hemos
aprendido a aprovechar racionalmente nuestra inmensa riqueza marina, o la
excepcionalmente rica radiación solar de nuestro territorio, por citar
únicamente asuntos viejos como la historia, y que siguen en larga espera, pese
al obvio beneficio que su estudio nos acarrearía. A estos temas que la
naturaleza nos ofrece en directo debemos agregar los que se derivan de la
necesidad de poner al día nuestra capacidad tecnológica de punta y que
obviamente no se resolverán —más bien, se agudizarán— por la vía insólita
del maquilado. Y sumar a ellos los que se derivan de nuestra sociedad
específica, de nuestra riqueza en culturas y diversidad étnica e histórica, de
nuestro amplísimo patrimonio en conocimientos autóctonos que se están perdiendo
en la oscuridad del abandono.
Es claro que la investigación en ciencia básica, pura, destinada a acrecentar
el patrimonio científico universal, es una actividad primordial que debemos
seguir atendiendo, pues ella también forma parte de nuestros problemas e
intereses, como nación y como cultura. La ciencia básica constituye un elemento
indispensable e insustituible de la educación, general o especializada, y es
elemento estratégico irreemplazable por estar a la base del desarrollo
tecnológico contemporáneo. Uno de los pocos éxitos reales de nuestro sistema
educativo superior es haber creado y sostenido a contracorriente el cuerpo de
investigación de que disponemos. Pero está faltando encontrar el punto de
equilibrio entre lo básico y universal por un lado, y lo dirigido, nacional y
propio, por el otro. Nos falta incorporar el conocimiento científico a la
actividad productiva y al desarrollo social, construir una ciencia que
participe de manera activa y creativa en este desarrollo y contribuya
directamente a elevar la calidad de vida y el bienestar general. Seguramente la
creación de centros e instituciones especializadas para la atención de
problemas específicos más que significar un gasto a la corta vendría a
enriquecer nuestras vidas. En breve, necesitamos hallar el camino para
responder al cometido de aprender a usar la ciencia y el nuevo conocimiento en
nuestro beneficio. No basta saber ciencia ni hacer ciencia: debemos aprender a
usar la ciencia.
La universidad es no sólo un importante agente de movilidad y
reacomodo social. Es asimismo un poderoso agente de cambio social. Lo ha sido a
lo largo de los siglos y las culturas y continúa siéndolo en el mundo moderno.
Cumple con esta función al producir intelectuales, pensadores de amplia cultura
y tecnólogos de alto nivel, capacitados de manera latente para responder con
creatividad e imaginación a los problemas que nuestra realidad plantea en sus
diversas vertientes. Es trágico que en vez de alimentar esta vía hoy se
cuestiona y ata a la universidad pública, se le empuja hacia la producción de
técnicos medios, de formación unidimensional, con predominio de las áreas
administrativas y de servicio, funcionales quizá al sistema en el corto plazo,
pero impreparados para impulsar los cambios de fondo que la voluntad de
construir un país más autónomo y más justo y equitativo demandaría. Atrás de
este cuestionamiento se encuentra la visión fundamentalista neoliberal de un
mundo regido por las leyes del mercado, según la cual todo, incluso el
conocimiento y la cultura, se convierten en simples mercancías.
Pero la universidad nació como institución pública y se ha mantenido como tal a
lo largo de los siglos, porque se percibe a sí misma como una entidad de
servicio general a la
sociedad. Aunque la universidad pública puede convivir con
instituciones similares privadas dedicadas a propiciar los valores particulares
que las patrocinan —como ha sido históricamente el caso con la
universidad apadrinada por organizaciones religiosas, y hoy lo es la
universidad empresarial, es decir, la sostenida por la religión moderna—
sólo su carácter público puede garantizar la universalidad de los valores que
la nutren y que la han nutrido históricamente.
*Investigador Emérito del Instituto de Física, UNAM e Investigador Nacional
Emérito
Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República
(CCC)
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