DR. WOLF LUIS MOCHAN
BACKAL
CENTRO DE CIENCIAS
FISICAS
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA DE
MEXICO
Presente
Me estoy permitiendo hacerle llegar el artículo
escrito por nuestro consejero, Dr. Marcelino Cereijido M., titulado “Misterio
y creencia”, publicado el día de hoy, en la sección Opinión del periódico La
Crónica de Hoy.
Aprovecho la ocasión para enviarle un cordial saludo.
Atentamente,
Luz Elena Cabrera Cuarón
Secretaria Ejecutiva Adjunta
Consejo Consultivo de
Ciencias de la
Presidencia de la
República (CCC)
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Por: Dr. Marcelino
Cereijido | Opinión
Miércoles
14 de Mayo de 2008 | Hora de publicación: 03:35
Misterio y creencia
Todo organismo depende de interpretar la
realidad en que vive. Si una polilla no interpretara que esto es mármol y no
madera estaría frita. No importa si es consciente o no de dicha interpretación.
Lo crucial para la polilla es interpretar correctamente la realidad. La
conciencia es una recién llegada al Planeta. El fenómeno que llamamos
“vida”, su origen, evolución, diversificación y funcionamiento, son
procesos inconscientes en su casi totalidad. El cerebro sigue siendo un órgano
para asuntos esencialmente domésticos: regular el metabolismo, la función del
corazón, hígado, pulmones, genitales, de cuyas vicisitudes se mantiene
informado gracias a hormonas, receptores y nervios cuyas operaciones íntimas no
pasan por la conciencia.
Los “sentidos” que nos conectan con la realidad-de-ahí-afuera,
sobre todo los conscientes (oír, tocar, ver, oler) son meras extensiones de los
no conscientes, que cuando el nivel de hidratación, nutrición, temperatura,
proximidad de un depredador sean advertidos, podamos, ahora sí conscientemente,
optar por ir a beber, comer, ponernos debajo de un árbol, clamar por ayuda. Un
bebé puede llegar a comer cal de las paredes si le falta calcio, pero la
ciencia apenas está comenzando a atisbar cómo lo percibe y cómo sabe que la cal
lo contiene. Tampoco sabemos cómo tendremos codificado en nuestro cerebro el
nombre de nuestra maestra de primer grado, el sabor del chocolate, cómo sueña,
cómo genera un sentido para manejar algo que llamamos “tiempo”. Los
físicos aún no tienen la menor idea de qué es el tiempo, si es que acaso
existe, o sólo es el nombre que le ponemos a una variable que podríamos llamar
de otra manera.
Puesto que hemos evolucionado en cuerpo y mente a partir de mamíferos
primitivos, los humanos reaccionamos en forma muy parecida a ratas y monos
cuando sentimos disgusto, temor, compasión, atracciones sexuales, y estas
sensaciones implican exactamente las mismas estructuras, núcleos y regiones
cerebrales que dan forma a nuestras propias decisiones morales, de manera que
éstas no reflejan únicamente nuestro entrenamiento cultural. Muchas guerras han
sido motivadas en último término por el acceso a la sal y al agua potable. El
hambre simple y terrible ha provocado rebeliones, motines de prisioneros,
invasiones, y en ocasiones ha estrujado la moral a tal punto, que el ser humano
ha llegado a comer carne de sus propios congéneres.
Comprendo que mi planteo podría confundir a una enorme mayoría de lectores que
comparten la visión creacionista que suele inculcarnos la filosofía tradicional
que reduce el conocimiento al saber consciente y razonado. Pero con sólo
olerlo, sabemos perfectamente que este pastel está contaminado con gasolina,
aunque seamos incapaces de explicar el olor a gasolina, y cuando nos duele la
cabeza sólo podamos explicarlo con analogismos, “siento como
si…”. No en balde cuando se llega a querer entender sentimientos
místicos y perplejidades ante lo desconocido, las “explicaciones”
naufraguen en la fe, y llevan a los religiosos a hacer afirmaciones tan osadas
y pueriles como “la ciencia ni la tecnología podrán jamás entender tal o
cual fenómeno”. Hoy dichas actitudes apenas nos provocan una sonrisa
clemente, pues recordamos los tiempos en que osaban predecir: “El hombre
jamás podrá volar; el corazón nunca podrá ser intervenido
quirúrgicamente”.
Aunque los animales tengan elaboradísimos rituales, no sabemos que puedan
calificarse así y todo como “mística” y “religión”,
pero sí sabemos que tienen conductas y funciones mentales que el ser humano
heredó y pudo haber ido modificando en su ruta hacia ellas, pues rara vez
—si alguna— la evolución hace algo totalmente de novo. Hay monitos
que “creen” (o lo que en ellos equivalga creer) que tienen un
“personaje cuidador” y “proveedor de alimentos” al que
acuden con premura en cuanto algo los asusta, así se trate de una muñeca de
trapo con dos botones por ojos y una boca dibujada. Así como a fuerza de
estudiar los cielos, los científicos acabaron con una suerte de historia
natural de las estrellas (comienzan como nubes de gas, se contraen, inician
reacciones atómicas en su interior, gastan su combustible, se condensan,
revientan, las devora un agujero negro), con estas conductas animales, más lo
que se aprende de la evolución de creencias ancestrales y religiones a través
de milenios, los zoólogos, arqueólogos, antropólogos, historiadores y
neuropsicólogos van dibujando una historia natural del misticismo y de las
religiones.
Cuando la manera más avanzada de interpretar la realidad era la animista, el
ser humano admitía que las cosas tienen alma. Un pájaro vuela porque está
animado, en cambio una piedra es inanimada; si de pronto se lanzara a volar no
podía menos que invocar un milagro, pues las religiones suelen sacralizar sus
ignorancias. Luego extienden esa nomenclatura a hechos que no necesitan de
milagro alguno pues, cuando decimos “La magia del cine”, nos
estamos refiriendo a procesos tecnológicos que la ciencia entiende en todo
detalle. En etapas posteriores, ya en pleno politeísmo, resultó preferible
interpretar que las diversas esferas de la realidad están a cargo de un dios
especialista. Advertimos que el politeísmo requiere cierta sistematización, y
la mitología está plagada de reyertas entre deidades que invadían mutuamente
sus reinos.
Más adelante, el paso a los monoteísmos requirió de una verdadera hazaña
intelectual. En el politeísmo los dioses podían tener preferencias
contrapuestas sin que ello entrañara contradicción alguna. A mi amigo le gustan
los helados de fresa y yo los aborrezco; pero si una misma persona dijera que
le encantan/odia los helados de fresa, resultaría incoherente. Por eso el paso
al monoteísmo requirió inventar nada menos que “la coherencia de
Dios”, y fue un peldaño colosal hacia la coherencia y sistematización del
pensamiento científico.
Hace tres o cuatro siglos los padres de la ciencia moderna seguían invocando a
Dios. El gran Carolus Linnaeus pasó sus últimos años tratando de imaginar cómo
habrán cabido tantísimas especies en el Arca de Noé. En pleno siglo XIX, Darwin
daba por sentado que, si bien la realidad se rige por las leyes, éstas habían
sido promulgadas por Dios durante la Creación. Por el contrario, la interpretación de
la realidad que hace la hoy ciencia moderna exige no recurrir a milagros,
revelaciones, dogmas ni al principio de autoridad. No admite que un bioquímico
proclame que el ciclo de los ácidos tricarboxílicos tiene ocho pasos: seis
regidos por enzimas y dos por milagros. Curiosa situación entonces: dado que el
fenómeno religioso es parte de la realidad, su estudio e interpretación
constituyen campos válidos de la ciencia, pero puesto que las interpretaciones
no pueden incluir milagros ni deidades, debe explicar misticismo, milagros y
religiones sin recurrir a ellos.
Si el hombre estaba haciendo del conocimiento su herramienta específica de
subsistencia, es claro que la ignorancia lo sumía en la angustia. Se sentía
como un lobo súbitamente sin olfato. La mayor de todas y por lo tanto la que
más lo angustiaba era por supuesto la relacionada con su destino postmortem.
Aquí dejaré un momento esta angustia ante la muerte, para introducir primero
otra de las curiosas relaciones del ser humano con el conocimiento, el que
seamos profundamente creyentes.
Si el ser humano venía haciendo de su capacidad de conocer su herramienta
fundamental, habrá constituido una transición gigantesca el paso del conocer no
solamente lo que uno mismo había descubierto y probado, al valerse además de lo
que habían aprendido todos los seres humanos presentes y de generaciones
pretéritas. Yo no conocí a Amenofis IV (al 3º tampoco), ni presencié la Revolución Francesa,
no inventé el idioma castellano, sin embargo se los creí a mis padres y
maestros, y los tengo incorporados a mi patrimonio cognitivo. La capacidad de
creer otorga ventajas, porque transforma a toda la humanidad en un descomunal
embudo cognitivo, gracias al cual durante la crianza y la educación me
transfieren todo lo que aprendieron infinidad de generaciones humanas de todos
los pueblos. Blaise Pascal opinaba que la ciencia se comporta como un único
cerebro que va incorporando lo aprendido por todas las mentes de la Tierra. Todos somos
creyentes. La capacidad de creer y confiar en el Otro es muy anterior a las
religiones, pues también los animales son creyentes: cuando se liberan en un
bosque animales en peligro de extinción que habían sido criados y multiplicados
en granjas, se constata que acaso no pueden sobrevivir porque nadie los
instruyó para cazar, evitar depredadores, servirse de señales ambientales. Son
organismos incultos que no tienen a quién creerle.
*Profesor Titular del Departamento de Fisiología, Biofísica y Neurociencias,
Cinvestav
*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República
(CCC)
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