La fecha de
caducidad de un científico
El científico es un
producto perecedero y, como tal, tiene fecha de caducidad. Claro que la
mayoría de los científicos no se ha dado ni se dará cuenta jamás; esto es
particularmente cierto en nuestro país, donde los científicos son inmortales
por definición y por lo tanto deben seguir produciendo artículos y dando
clases hasta el último suspiro (ver por ejemplo los reglamentos del SNI).
Así como se le pide
al científico la fecha del título de doctorado, se le debería de pedir su
fecha de caducidad; ésta puede ir estampada en algún lugar visible (en la
frente o en un glúteo) o, por lo menos, en alguna credencial (la del IFE, por
ejemplo). Obviamente, la fecha de caducidad no es exactamente determinable
pero, por regla general, no debería exceder, en el mejor de los casos, los 35
años de vida útil.
En los países
considerados de primer mundo la regla anterior es aplicable; sin embargo, en
países como el nuestro no lo es. Se piensa que un científico caducado no
puede ocasionar daños, ya que su caducidad no es importante para la sociedad
en general; pero no es así. Los científicos caducados que continúan en sus
labores son más perjudiciales que un frasco de antibióticos cuya fecha en el
empaque ha expirado. No se pide que los científicos caducados sean
destruidos, sino simplemente retirados. Pueden participar en actividades en
las cuales su experiencia sea benéfica, en cuerpos colegiados, en grupos de
asesoría, es decir, en actividades propias de su edad; pueden, inclusive y si
así lo desean, continuar contribuyendo a la ciencia pero de una manera
altruista y voluntaria. De ninguna manera se debe exigir a un científico
caducado que siga produciendo artículos o formando personal y, además, ser
juzgado por ello.
Desgraciadamente, la
mayoría de los científicos no reconocen su situación. Ellos mismos piensan
que son inmortales y que no tienen fecha de caducidad; no sabrían qué hacer
si se jubilaran… la vejez es dura... particularmente para un académico
que no sabe hacer nada más con su vida que dedicarse a la misma tediosa
actividad. La gran mayoría de los científicos son de naturaleza aburrida, de
limitadas capacidades y con muy pocas posibilidades de cambiar de actividad.
En general no practican deportes, no tienen pasatiempos y no son capaces de
reinventar su vida. Claro que lo anterior también aplica a muchas otras
profesiones y, sobre todo, a quienes no han logrado la satisfacción de haber
cumplido cabalmente con sus labores y por lo tanto se consideran incapaces de
dedicarse a otras actividades. Lo cierto es que la vejez, en el caso de los
académicos, es mucho más fácil de llevar que en otras profesiones, ya que al
no exigirse su retiro, el sujeto puede continuar pensando que es útil e
inclusive indispensable para la sociedad. Imaginemos por un momento que ése
fuera el caso de un futbolista, un tenista o un deportista en general…
sería patético; la vida útil de estas profesiones es corta y, en general,
mejor remunerada. Sin embargo, pueden tener un cambio de actividades y
convertirse en cronistas deportivos, en franquicias, abrir tiendas y otras
actividades relacionadas con el deporte. Todo esto es cierto, desde luego, si
el deportista ha gozado de algún éxito en su actividad, pues de no ser así se
encontrará en una posición similar a la descrita para el académico; es decir,
debió dedicarse a otra profesión desde el principio.
Un vivo ejemplo de
lo anterior son los llamados “clubes de Toby” con sede en la sala
de profesores de cualquier facultad de la UNAM; en dichos recintos, se reúnen
diariamente una decena de profesores momificados, los cuales llevan una
eternidad impartiendo los mismos cursos cada semestre, cada año, cada lustro,
cada siglo. Para ellos, las materias que imparten no han cambiado ni tampoco
los métodos de enseñanza de las mismas. Forman parte del mobiliario de la
facultad, son inamovibles, eternos; se llaman profesores
“definitivos”, pues son, literalmente, para siempre. Lo más grave
del asunto es que no se dan cuenta de que impiden la contratación de nuevos
profesores, mejor preparados, con ideas frescas y con una mayor vitalidad,
cuya presencia sería infinitamente agradecida por los alumnos. Pero, ¿cómo
deshacerse de estos fósiles? Un esquema tentativo fue utilizado por la
Facultad de Ingeniería hace algunos años. Consistía en asignar a los
profesores en cuestión, aulas localizadas en los pisos altos de edificios
alternos; por ejemplo, una clase en el cuarto piso del edificio A y la
segunda clase en el cuarto piso del edificio B. El sistema era con la
esperanza de que el profesor en cuestión padeciera un síncope cardiaco en el
proceso de subir por las escaleras; pero no fue así, ya que la sociedad de ex
alumnos (formada por profesores de la misma edad de las presuntas víctimas)
instaló sendos ascensores en ambos edificios anulando el éxito del esquema.
Alternativamente, el
presente autor sugiere invitarlos al estadio de CU y ofrecerles una ceremonia
con un discurso del rector y aplausos del público asistente; despedirlos
entre fanfarreas con una gran ovación, dando una vuelta completa al estadio y
saliendo por la puerta principal bajo juramento de no volver a dar clases
jamás. Este sistema puede incluir a los científicos cuya fecha de caducidad
haya vencido. Ceremonias similares pueden llevarse a cabo en cualquier
institución de educación superior y para cualquier especialidad científica.
Para aquellos
científicos que verdaderamente se depriman después de la ceremonia o que no
sean capaces de encontrar una actividad alternativa a su profesión, se pueden
organizar clubes donde jueguen al “bingo”, o clases de baile para
personas de la tercera edad, clubes de costura, de apreciación musical, en
fin, actividades y distracciones de infinita variedad; eso sí, todas fuera de
las aulas universitarias y de los institutos de investigación.
Una última
alternativa podría consistir en hacer pequeñas giras dando conferencias y
seminarios de difusión o de orientación profesional, o dedicarse a impartir
cursos de preparación de profesores de nivel bachillerato en las prepas,
ceceaches o vocacionales, donde podrían hacer una labor invaluable y
contribuir a la alfabetización de dichos individuos. En resumen, el
académico o el científico caducado tiene una infinidad de aplicaciones de
utilidad en la sociedad y puede ser un individuo feliz y plenamente
satisfecho, que puede durar una eternidad sin las presiones y sinsabores
ocasionados por las evaluaciones y juicios por parte de comités absurdos.
Sugiero que pensemos en ello.
*Baltasar Mena
(fecha de caducidad: 06/05/2008)
Investigador Titular
y Profesor
Instituto de
Ingeniería y Facultad de Ingeniería
UNAM
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