Ricardo Tapia* | Opinión 2012-07-04
Las
neurociencias, última frontera del conocimiento
Ahora sabemos que la información genética es
responsable de las características de las especies animales, incluidos los
humanos, y que esto se aplica también a cada individuo. Sin embargo, no hay
duda de que las funciones cerebrales determinan mucho más directamente
nuestra salud mental y nuestra conducta todos los días que nuestros genes. El
cerebro es el órgano de la cognición y la conciencia, lo que nos diferencia
de cualquier otra especie animal; así, el cerebro es lo más humano que tiene
el hombre. Por ello, puede afirmarse que el estudio del funcionamiento
cerebral, estudio que realiza el conjunto de disciplinas llamadas
neurociencias, es la última frontera del conocimiento, la frontera que más
retos y al mismo tiempo más expectativas genera en el siglo XXI.
El objetivo fundamental de las neurociencias es
entender las bases biológicas de la actividad mental y los mecanismos
mediante los cuales el cerebro controla las funciones corporales que le
permiten sobrevivir y adaptarse al medio ambiente. Puesto que se trata de
conocer los mecanismos biológicos de la mente, las neurociencias representan
la conciencia estudiándose a sí misma.
Los nuevos conocimientos sobre la fisiología y
bioquímica de las neuronas, las redes neuronales y las funciones específicas
de las regiones cerebrales, han abierto un nuevo panorama para entender el
funcionamiento cerebral y la conciencia.
Los impresionantes adelantos alcanzados en el siglo
pasado sobre la estructura y la función de las neuronas individuales permiten
contar hoy con un cúmulo de conocimientos sobre la organización de los
circuitos neuronales y sobre los mecanismos moleculares de la comunicación
entre las neuronas, y conformar un panorama general —aunque aún muy
incompleto— sobre cómo el cerebro realiza las funciones mentales.
Durante siglos se creyó que estas funciones mentales
dependían de otros órganos. Aristóteles pensaba que estas dependían del
corazón, mientras que el cerebro sólo servía para enfriar la sangre. Algunos
pensadores, cuyas conclusiones dependían más de la observación que de la
filosofía, llegaron a conclusiones diferentes. Por ejemplo, Hipócrates (Siglo
IV A.C.) escribió —a propósito de la epilepsia— en esa época
considerada como “la enfermedad sagrada” (como tristemente sigue
considerándose en algunas sociedades del siglo XXI), lo siguiente:
“Los hombres deberían saber que sólo del cerebro
se originan las alegrías, los placeres y las risas, así como las tristezas,
las penas, el dolor y las lamentaciones. Es por el cerebro, de manera
especial, que adquirimos sabiduría y conocimientos, y vemos y oímos, y
sabemos qué es correcto o incorrecto, qué es dulce o insípido... Y por ese
mismo órgano podemos sufrir locura o delirio, y nos asaltan miedos y
terrores... Por eso creo que el cerebro ejerce el mayor poder en el
hombre”.
Este concepto del cerebro como órgano responsable de
las funciones mentales fue expresado de manera parecida muchos siglos después
(aunque antes de conocerse la individualidad neuronal y la comunicación
interneuronal) por varios investigadores, entre quienes destaca el gran
fisiólogo francés Claude Bernard, quien escribió en su libro Las funciones
del cerebro (1872):
“Desde el punto de vista fisiológico, los
fenómenos metafísicos del pensamiento, la conciencia y la inteligencia que
subyacen en las diferentes manifestaciones del alma humana son procesos
vitales comunes y no pueden ser sino el resultado de la función del órgano
que los expresa. Demostraremos que la fisiología cerebral debe ser inferida
de las observaciones anatómicas, los experimentos fisiológicos, y el
conocimiento de la anatomía patológica, exactamente como la de todos los otros
órganos del cuerpo”.
Más de un siglo después, en 1994, Francis Crick -quien
junto con James Watson describió en 1953 la estructura de doble hélice del
ácido desoxirribonucleico, es decir de los genes- escribió, en su libro La
hipótesis sorprendente: la búsqueda científica del alma, una frase que
completa lo dicho por Hipócrates y Bernard sobre las células y las moléculas
(lo cual era imposible considerar antes del extraordinario progreso
neurocientífico ocurrido durante el siglo XX):
“Tú, tus alegrías y tus tristezas, tus recuerdos
y tus ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrío, son en
realidad sólo la conducta de un inmenso conjunto de células nerviosas y sus
moléculas asociadas”.
Pero, ¿cuáles son estos nuevos conocimientos y por qué son
tan importantes? Son tan numerosos que es difícil resumirlos en unas cuantas
líneas; aquí señalaré sólo uno de ellos que constituye, en mi opinión, un
descubrimiento tan o más importante que la estructura de los genes: la
química de la comunicación entre las neuronas.
Las neuronas, como células individuales que son, no
establecen contacto físico entre sí y, sin embargo, su función esencial es
comunicarse con otras neuronas y otros circuitos. Una gran cantidad de datos,
obtenidos por diversas técnicas bioquímicas, electrofisiológicas, biofísicas,
de biología celular y de microscopía electrónica, han demostrado que la
naturaleza de esta comunicación es química y que ocurre en los sitios de
comunicación interneuronal llamados sinapsis, por lo que la transmisión de
la señal se llama transmisión sináptica. Esta transmisión se realiza mediante
la liberación de sustancias, llamadas neurotransmisores, que cruzan el
pequeñísimo espacio (llamado espacio sináptico, que mide aproximadamente 20
millonésimas de milímetro) que separa una neurona de la siguiente, se combina
con moléculas específicas localizadas en la membrana de la siguiente neurona,
y como consecuencia la excita o la inhibe.
Conocemos ya la mayor parte de los mecanismos de esta
comunicación química en las sinapsis. Por ejemplo, sabemos cómo se sintetiza
el neurotransmisor dentro de la terminal sináptica; también, cómo se libera
al espacio sináptico; así mismo, cómo actúa sobre la membrana de la siguiente
neurona para excitarla o inhibirla; y cómo se elimina del espacio sináptico
una vez que actúa. Además, todo esto lo sabemos a gran detalle por lo que
hemos identificado las diversas moléculas que participan en cada uno de estos
pasos y cómo funciona cada una de ellas. Gracias a este conocimiento, entendemos
ahora cuales son las alteraciones responsables de padecimientos neurológicos
como la epilepsia o la enfermedad de Parkinson y, empezamos a comprender
-aunque de manera aún muy incompleta- cómo ciertos cambios funcionales en la
transmisión sináptica química pueden causar enfermedades mentales como la
adicción a drogas, la depresión, el trastorno bipolar o la esquizofrenia.
Otra aportación, de extraordinaria importancia del
conocimiento sobre la transmisión sináptica, es el que podemos diseñar y
realizar experimentos mediante el uso de drogas para alterar dicha
transmisión y observar los efectos resultantes. Estos efectos pueden ser
similares a los síntomas de una enfermedad, lo cual nos permite concluir que
determinado neurotransmisor está involucrado en esa enfermedad. Además, ahora
es posible diseñar y probar fármacos que puedan modificar la transmisión
sináptica de manera más o menos selectiva, lo cual ha permitido desarrollar
drogas tan útiles como los anestésicos, los antidepresivos, los antiepilépticos,
los tranquilizantes, los somníferos, los estimulantes entre muchas otras.
Pero quizá, la conclusión más relevante a la que nos
lleva este conocimiento es que las funciones neurológicas y mentales,
inclusive la conciencia, no son más que el resultado de la comunicación
química entre las neuronas a través de los cientos de miles de millones de
sinapsis que las conectan entre sí en un cerebro humano. Cada vez es más
claro que Hipócrates, Claude Bernard y Francis Crick tenían razón.
* Miembro del CCC
consejo_consultivo_de_ciencias@xxxxxxxxxx
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